El otro día estaba recordando la ocasión en la que, de niño, termine en el hospital por un grave problema estomacal. Estuve ahí unos cuantos días y en ese tiempo, recibía todas las atenciones por parte de médicos y enfermeros, todos muy lindos siempre me llamaban por mi nombre y eso me hacía sentir especial.
Cuando me dieron de alta y me levanté de la cama, finalmente pude notar que, en la cabecera, se encontraba una cinta con mi nombre escrito. Ese pequeño truco permitía que cualquiera que entrara supiera como me llamo, ¡por eso todos me conocían!
Para hacer el momento aún más dramático (para mi), poco antes de salir de la habitación, alguien arrancó la cinta. Curado el niño, había que darle el espacio a alguien más, una nueva cinta para la cabecera.
Ese recuerdo viene a mi cada que termino curso con algún grupo. Durante meses, esas personas son mis alumnos, (¡mis niños!), nos vemos e interactuamos a diario; sin embargo, al finalizar el curso hay que arrancar la cinta. Se cierran los grupos de Whatsapp, se eliminan los contactos, se borran los horarios, etc. Se acaba la relación para iniciar de nuevo con otro grupo.
Ser docente es complicado en varios sentidos, pero muy recompensante en otros. Nos permite conectarnos con seres humanos que, en ocasiones, dejan huella en nuestras vidas. Claro está que a veces, el sinfín de rostros que pasan entre grupo y grupo, no nos permite recordarlos a todos, pero, en el mejor de los casos, los alumnos nos recordarán con el paso del tiempo, y no solo será la cinta la que nos permita recordar nuestros nombres, sino la calidez de nuestro trabajo y esfuerzo.