13 mayo 2013

Yo, maestro



El otro día, mientras caminaba alegremente por la calle, me puse a recordar mis maravillosos años escolares.

En la primaria todo era risas y juegos, desde los lunes de homenaje y uniforme de gala (con la marcha de zacatecas de fondo) hasta los partidos de “fucho” en la canchita del patio de atrás. No tenía ni idea de que en el futuro tendría que ser “algo”, trabajar y ejercer una profesión.

La secundaria vino después con sus múltiples cambios, sociales y hormonales. Como olvidar mis primeros suspiros inocentes, donde una mirada era la muestra de amor más pura que podía darme una señorita. Por aquellos ayeres mi sueño era  ser piloto aviador y volar un F-14 por los cielos (bueno, nadie me dijo que la fuerza aérea mexicana no cuenta con esos modelos)

Entre al bachillerato y, ¡oh época oscura! Llena de rebeldía y conflictos. Todo en esta etapa consistía en mantenerme en contra del sistema. Salirme de la escuela e irme “de pinta”. Es esa etapa en la que sabes que deberías tener un camino a seguir para tu futuro pero es, probablemente, lo último en lo que piensas.

A grandes rasgos así viví mis principales años de formación academia. Pero a todo esto me pregunto…
¿En qué momento decidí ser maestro?

Ningún niño sueña con ser maestro, todos buscan algo como policía, bombero, incluso el clásico que quiere ser presidente, pero… ¿maestro?

Creo entonces que en ocasiones el destino sabe cómo acomodar las piezas para que las cosas sucedan exactamente de la manera que debe de ser.

De pequeño nunca soñé con ser maestro, incluso cuando entre a la carrera no visualizaba que me convertiría en uno. Sin embargo, el momento justo cuando entendí que ésta era la profesión que era la ideal para mí, fue la primera vez que estuve frente a un grupo en mi papel como maestro.

Los nervios no me dejaron dormir desde la noche anterior, pensar en que decir, como decirlo, como moverme y que hacer durante el tiempo que estuviera parado enfrente de un grupo de personas que observarían con detalle mis movimientos, que atenderían cada palabra que les dijera; Esos pensamientos me atormentaron hasta el momento en que justamente estaba ya frente a ellos. A partir de ese momento las cosas sucedieron como en un abrir y cerrar de ojos. Tenía las bases teóricas y era momento de aplicarlas en la práctica. Finalmente la clase termino y una mezcla de nervios, alegría y satisfacción personal me embargaron. Después de esa clase entendí que esto era lo que quería hacer en la vida, después de eso entendí que eso sería mi vida… y ¿saben algo?... ¡Me encanto!


03 mayo 2013

La sal de la vida


El otro día escuchaba en las noticias una nota acerca de las desventajas a la salud que produce el uso de la sal; Incluso, algunos restaurantes quitarían los saleros de sus mesas con la intención de que los comensales hicieran conciencia sobre su uso.

Días después de eso, mientras comía en un restaurante, sentí la necesidad de ponerle sal a mi platillo (en ese restaurante aun había saleros en la mesa) lo hice aun sabiendo de aquella noticia, y plenamente consciente de los posibles efectos que su uso continuo me dejarían.
Sin embargo, sin sal mi comida sabia tan simple y aburrida, no era un golpe de sabores a mi boca, mucho menos un momento agradable y suculento que valiera la pena para mi.


Con esta serie de eventos pensé en lo aplicable que es esto a la vida diaria. Todo el tiempo tenemos situaciones que nos afectan, nos dan problemas o nos sacan de nuestra “zona de confort”  y aunque nosotros mismos tratemos de “evitarlos” realmente no deberíamos sacar esos complementos de nuestra vida. La vida se tornaría simple y aburrida sin esos problemas que nos motivan a superarnos y a tener objetivos de vida.

Termine mi comida con una buena dosis de sal (¡al diablo la salud!) disfrute mucho mi momento, pague y me retire del lugar. Sin duda alguna había tomado la decisión correcta.
Así que la próxima vez que vayan a comer  recuerden un poco de estas palabras, reflexionen y piensen un momento:

¿Qué tanta sal le quiero poner a mi vida?